Hoy he estado paseando por una de mis ciudades. El nombre de la ciudad no importa. Lo importante es la historia que se recuerda.
Calles, plazas, callejuelas, gentes, luces, pasiones ... y, sobre todo, los recuerdos de una vida que se encuentran en cada esquina, en cada rincón que permanece, impasible, a través de la vida.
Y a medida que avanzas vas recobrando pequeños fragmentos de lo que has sido, de lo que hoy eres, porque todo lo que nos ha rodeado influye hoy en nuestra manera de ser y comportarnos.
La vida, en ocasiones, nos da sabias lecciones que no sólo perviven a través de los años sino que se revalorizan y, porqué no, merecen la pena ser contadas.
A menudo nos sentimos tan fuertes, tan grandes, tan importantes, tan sabios ... que nos volvemos intolerantes. Y a veces, muchas veces, necesitamos que alguien humilde, sencillo ... grande, nos de una lección de humildad.
Hoy pasaba por aquella plaza. La misma plaza que hace muchos años acogió mis pasos en un día frio y lluvioso. La misma plaza con la misma tahona en la que te preparan un bollo caliente para esos días en los que quedarte en casa al amor de la lumbre es la mejor opción.
Así que durante aquel paseo, hace muchos años, entré en esa tahona y esperé mi turno para adquirir un croissant. Mientras esperaba, a través del cristal, divisé a un mendigo sentado al abrigo de un portal. Lo miré allí, con ese frio y esa lluvia que calaba los huesos y sentí la injusticia de los que no tienen nada.
Cuando me tocó el turno de pedir, solicité "un croissant y una empanada caliente, por favor, ésta para llevar". Recogí mi pedio, pagué y salí a la calle.
Me dirigí al mendigo que había visto y le di la empanada caliente. Mi acto de bondad quedó totalmente anulado cuando el mendigo, una vez me dió las gracias, desenvolvió la empanada, la partió y le dió la mitad a otro mendigo que estaba con él.
Yo no había visto al segundo mendigo. Pero eso no es lo importante. Lo importante de verdad, lo valioso, lo que anula cualquier acto que a nosotros nos puede parecer magnánimo, es la generosidad del que nada tiene. Al compartir lo poco que recibía, esa persona adquirió una grandeza que muchos de nosotros no alcanzaremos jamás.
Probablemente ese mendigo jamás sabrá que estoy hablando de él. Probablemente nunca sepa, tampoco, que he pensado en él muchas veces a lo largo de mi vida, porque me dió una lección que no podré olvidar.
Por eso, en el anonimato que da este medio de difusión sin fronteras, quiero dedicar esta entrada de mi blog a esa persona que, sin tener nada, lo dió todo.
Cuando pienso en las personas marginadas socialmente, no puedo evitar sentirme afortunada por un lado y... muy incomoda por otro, como con sentimiento de culpabilidad y se trata de que lo tenemos todo lo poseemos todo unos... y, otros personas al igual que nosotros por incognitas de la vida estan... a merced del viento de la calle, cuando a veces decimos sin pensar que todos tenemos las mismas oportunidades pues, es cierto, pero hay que ahondar más y más en nuestro interior y pensar que tal vez esa persona por los caminos que su vida lo llevó no pudo con su destino y se dejo llevar por él, no podemos poner el grito en el cielo como a veces hacemos con los indigentes y los drogadictos etc... pues tal vez si supieramos por donde la vida los arrastró nuestro corazón se partiría en dos...
ResponderEliminarMarisol: No me acordaba de este escrito tuyo -mi memoria es bastante mejorable- y no sé cómo encontré hoy este comentario. (veo que es de ayer). A él te contesté hoy en un correo.
ResponderEliminarTienen que cambiar muchas cosas respecto a la solidaridad. Creo que la sociedad se va concienciando. Viajé mucho a Valladolid. Desconozco la leyenda del Pisuerga yo también.
ResponderEliminar